¿QUÉ TIENE QUE VER EL AMOR CON ESTO?
(Primera Parte)
Por: Aramis Castañeda
Cuándo el hombre sale arrastrado del
estudio, al grito de “¡Fuera!” que lanza la conductora, las mujeres del público
se arremolinan y la emprenden contra él. Sus caras se han desfigurado y algo
bastante cercano a la repugnancia refleja lo que ha de estar cruzando por sus
mentes: los mil y un siglos de silencio y la venganza acumulada que, en tan
solo unos segundos, encuentra al fin salida. En el set las víctimas lloran, una
niña pide perdón a su madre y una asistente se acerca cariñosa y dice algo al
oído de la que parece más afectada. Mientras, la conductora, despotrica del
sexo opuesto, se despide de todos y Dios, como siempre, pone cada cosa en su
sitio para que se sepa que sí existe la justicia sobre esta tierra. Un
nuevo triunfo a la espalda de la espigada rubia, la evidencia de que estamos
siendo, alguna vez representados; la cuota que toca hoy de la correspondiente
“verdad”.
A cierta distancia, en medio de un
decorado no muy diferente, una señora envueltica en carnes se arrellana en el
sofá. Pondrá sus manos en el regazo, soltará cierto discurso y dará paso a los
invitados. Frente a ella –en el sitio donde comienzan las butacas destinadas al
auditorio -dos hombres y una muchacha fungen de jurados. Aquí no hay golpes;
pero sí gritos, discusiones, y palabras que no siempre se entienden. Se habla –o grita, o discute- a un mismo tiempo,
y en ese tono que no se sabe si es prestado, propio o resultado de nacer en una
cultura que no es la suya. La señora, cuando lo crea apropiado, llamará a la
cordura y tratará de ser paciente y correcta y, democráticamente, pedirá
opiniones y un justo juicio a nombre de los convocados para esta ocasión. Entre
todos tratan de dilucidar quién
tiene la razón.
Pueden ser casos de familia o dignos de una corte del pueblo. Infidelidades,
mentiras, engaños lo suficientemente jugosos como para llenar una hora de
programa desde las tres de la tarde, las ocho de la noche, las diez de la
mañana. Por Univisión, Telemundo, Telefutura, América Teve, Tele Miami o la
Televisión Azteca. Cuando menos te lo imagines, regados como pólvora,
desapareciendo y volviendo a aparecer; retransmitidos en esa hora en que no hay
de qué manera llenar el hueco o reciclados en Los mejores momentos, Los
archivos guardados de... o Lo que usted nunca vio. Son el último
morbo, el gran descubrimiento, la alternativa “real” a tanta telenovela con más
de lo mismo y la desmesura de asesinatos, malformaciones, catástrofes y accidentes al rojo vivo o de primer impacto en los que
tan en falta se echa esa cosita rica que llamamos intimidad. Lo que
necesitábamos, de lo que nadie nunca se ocupó, alguna vez “en serio”, a través
de otros, nuestro rostro con nombre; el negocio del sentimiento.
Tal cual, a veces, se dice, no son, en el
fondo, los talk show, una mala idea. ¿Cómo serlo algo que pretende
indagar en nuestros problemas y ofrecer la oportunidad, con palabras propias,
de demostrar que, a pesar de las diferencias, nos asisten a todos los mismos
conflictos? ¿Cómo si se aproxima al lado más humano del hombre? ¿Si hay una
sincera preocupación por el semejante y el afán de denuncia en estos tiempos
cuando a ninguno pareciera importar nada? Fuera así si es que así fuera, si es
que, realmente, tras un rumbo semejante se anda; pero no es el objetivo, y sospechamos,
por perros viejos, por dónde es que viene el asunto; de qué, por sufrirlo y
padecerlo antes, sabemos va este tema; cual es la píldora que, de nuevo,
quieren dorarnos para que caigamos en la trampa o, bien, sigamos en ella. No
son una mala idea, no; más la intención, aunque se camuflee, es otra. Los talk
show forman parte de la industria del entretenimiento y a ella se
deben en normas, reglas, diseño, concepción, cuerpo y alma. No pueden, por más
que quisieran, proyectarse de modo diferente, ni ser lo original que gritan a
voz en pecho ni tener la libertad de creación para entregarnos un producto
decoroso o edificante o, al menos, franco, distinto o moderno. Son un
espectáculo- de mal gusto; pero un espectáculo, una comedia, una
representación, un montaje, una bufonada como la mayor parte de las
“ofertas” que nos regala una televisión que se guía por las ganancias y el
rating no por pensar en ti. Si dos y dos son cuatro cómo esperar de quien
persiga dinero, y no otra cosa, más. Si entretener es que la gente olvide sus
problemas por un rato o adormilar tu conciencia proponiéndote un mundo, de
per se, figurativo, de qué modo exigir que se te eduque o aclare. Si
la imagen del rebelde es, todavía, un pelo de colores, la camisa por fuera y el
mohín, en la cara, del que comió pero no le gustó y, escándalo, la aventura de
“sacar” a los “guardados” del “closet”, de quién, esperar, ciertamente, un
grito revelador. Si se entiende, aún, solidaridad como el gastado truco a lo
dama de beneficencia.
El error de los llamados talk show,
o, al menos, de estos, está en su naturaleza; lo molesto, que la disfracen de
buenas intenciones y se aprovechen de las desventajas para erigir un altar
“humanitario” que no existe. En todo caso el propósito sería hurgar en lo más
profundo hasta sacar sangre, sudor y lágrimas con que proveer la dosis urgente de
sensación sin la cual, como pasa al diabético con la insulina, ya no podríamos
vivir, o no, quietos. Y no se trata, de la forma en que lo presentan los
disgustados, de cuál es más, o menos, vulgar o irrespetuoso, o si queda en
entredicho la imagen de un país porque en lugar de promover las maravillas de
la región, para incrementar el turismo, se prefiera llenar la pantalla de
indios desdentados, violentos, “de bajo perfil”, incultos y cargados de
nefastas e inigualables maldades. Tampoco del grado de temerosidad en las
historias que se cuentan en uno y otro o lo drástico y fulminante de las
apreciaciones que se lanzan en aquel con relación a este. Menos del grado de
credibilidad que puedan portar o si los protagonistas asisten por su propia
cuenta o son pagados para sentarse y formar parte de un panel. Se trata de la
realidad sustituida, la supervivencia de los mismos códigos, la ausencia de
frentes que, posibilita, sean funcionales, a estas alturas de la historia, los
hábitos y adicciones con que, décadas atrás, cuando se revertieron los
conceptos, nos intoxicaron. Como si ante un Miss Universo se estuviera, donde
algunos temas quedan terminantemente prohibidos en aras de la neutralidad, o el
casting en el cual al actor se exige un acento promedio que ni, remotamente,
recuerde al de su país de origen, los famosos asuntos que proponen los talk
show pasan días enteros en las ramas sin tocar tierra. La idea es que
malo, malo, malo, eres porque quieres y, las valoraciones, de alfombra roja
para convenir en si tu prestancia está entre lo mejorcito o peor visto no a qué
es que se debe que estés por esos lares. Bajo el manto de lo generoso que somos
y lo buen samaritano, apoyados en esa cacareada libertad que nos procura
demandar, acusar, quejarnos y hasta votar por quienes creamos conveniente o, si
es que lo queremos, hacer de nuestras partes privadas, un tambor, “de frente a
todos los huracanes” el limpio tribunal de los talk show, ese que
pretende enmendar las faltas allí donde las hubiese, jamás se cuestiona el
origen del pecado. No existen condiciones sociales que lo propicie, ni
desigualdades que lo procuren ni una estructura equivocada que posibilite
prolifere como la verdolaga, ni incultura, ni analfabetismo, ni valores morales
subvertidos ni el consumo, por el consumismo, de los principios, los
escrúpulos, la austeridad o los fundamentos. Como si de hormigas habláramos, y
no de gentes como tú y yo, los venturosos talk show, tan rompedores,
y vanguardistas, y atrevidos, y de vuelta de todo, sólo van a las reacciones,
nunca a las causas; por arribita, cual debe ser, dejando a un lado, capaz que
hasta por desconocimiento, aquello en lo que peligrosamente pueda írseles su
estatus, y su audiencia, y su visto bueno, y el tiempo que le regalan y los
anunciantes que permiten que sea y su categoría de Robin Hood que tanto
esfuerzo les ha costado conseguir. Para nada esbozada la privatización que
ocupa todo lo concerniente al patrimonio espiritual, el imaginario y la cultura
del hombre o el desmembramiento de lo autóctono en aras de una ideotización, a
todas luces, mucho más eficaz. De un plumazo, al suelo, las derivaciones y la
concatenación y la lógica y la evolución de un pensamiento científico que nos
contó de cómo cada cosa es consecuencia de algo que no sólo de una inapropiada
actitud personal. Los talk show juegan con lo miserable, se
valen de ello; sin proponer soluciones ni profundizar en los problemas,
ni investigar, ni ser objetivos ni la cabeza de un guanajo. Porque no
pueden, porque va en su naturaleza. Lástima que lo que se pone al fuego no
pertenezca a otra zona que no sea la de tus sentimientos. Y seguirán los golpes
y la chusmería y el odio visceral que, por un minuto, consigue venganza y el
ropaje del buen samaritano y el altar a un “humanismo” que no hay por donde
agarrar y los tribunales y los juicios y las lágrimas y la música suave y los
“sicólogos” y las rubias y la amable asistente que se acerca, ahora, para decir
algo al oído de quien simula más afectado cumpliendo con el rol para el que fue
llamada.
Laura grita “¡Fuera!” y el hombre sale, a
rastras, del estudio. La señora, entradita en carnes, llama a la cordura y
trata de ser paciente. Cristina, Marta Susana, Mónica, Maritere, José
Luis, el que presume de sin censura consiguen el interés
con las infidelidades, mentiras, engaños. Son casos de familia;
dignos de una corte del pueblo. A las tres de la tarde, las ocho de
la noche, la hora que sea; por Univisión, Telemundo, Telefutura, América Teve,
Telemiami, o la Televisión Azteca; cuando menos te lo imagines, regados como
pólvora, desapareciendo y volviendo a aparecer, retransmitidos en ese momento
en que no hay de qué manera llenar el hueco o reciclados en Los mejores
momentos, Los archivos guardados de...o Lo que usted no
vio. Parece que alguien se divierte.
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